Arturo Pérez-Reverte se dio a conocer para el gran público cuando cubría reportajes sobre conflictos militares allá donde Cristo dio las tres voces. Podríamos comparar su carrera con la de otros corresponsales de guerra del pasado que también ejercieron de novelistas, pero ni su literatura parece tan interesante ni creo que le sobreviva medio siglo. Arturo resulta, para el observador imparcial, más parecido a Walter; tronado compañero de El Nota en El gran Lebowski, la película de los hermanos Coen. Con menos grasa y carisma, pero con la misma capacidad de convertirlo todo en una parodia sin pretenderlo e idéntico empeño en apuntalar sus opiniones sobre el hecho de haber presenciado balaceras y explosiones. No importa el asunto que tenga Arturo a bien tratar: educación, cultura, mujeres, colegas de profesión, jóvenes de hoy, políticos lloricas… los compañeros de nuestro académico murieron con la cara en el barro y por eso él sentencia (abrimos comillas) una aleatoria serie de fanfarronadas de barra de tasca (cerramos comillas).
Pérez-Reverte, uno de los referentes de las letras españolas, está ahora apoltronado en la Real Academia vendiendo libros como arroz venden los chinos a los jóvenes que deambulan de madrugada por la Gran Vía y escribiendo columnas en periódicos. No quiero teorizar sobre los motivos que han sentado a este personaje en la Academia por mucho que la reacción cabal a esta circunstancia sea plantarse frente a la cámara de seguridad del edificio y hacer un corte de mangas. Tampoco pienso aburriros con un profundo análisis de su obra literaria; esto último sería adentrarse en el resbaloso terreno de la crítica seria pero, si el propio Reverte declaraba en una entrevista para ABC que “a mí la calidad literaria, francamente, me importa un rábano”, no me resta más que aplaudir su honestidad y reconocer que se nota: en mi escala personal oscila entre mala y lamentable. Admito que he leído muy poco al Pérez-Reverte novelista, aunque un simple acercamiento a cualquiera de sus libros ya basta para que tragarse su obra completa quede en la lista de prioridades de cualquier persona sensata muy por detrás de conseguir ejecutar el solo de Simpathy For The Devil doblando graciosamente el brazo para tensar con los dedos los pelos de la axila y tañerlos con la otra mano. Por ejemplo. Contemplo la posibilidad de que con la práctica, los años, y quién sabe si copiando vilmente, haya sacado a la luz una prosa que, además de mantener tu atención, consiga desviarte la mirada hacia el infinito para reflexionar sobre algo muy profundo mientras ensayas un gesto como de estar masticando almendras amargas, pero no voy a enfrentarme a ninguno de sus nuevos libros. No deseo que mis prejuicios se vean alterados por saber de qué estoy hablando. Así que lo que pretendo analizar es la faceta de opinador profesional del personaje. Porque, por la fe en el género humano que aún mantengo gracias a que nos ofrece ejemplares de la calidad de Katy Perry, quiero creer eso, que es sólo un personaje.
No cabe duda de que las experiencias vividas en un conflicto armado superan en horror a enfrentarse cada día al transporte público madrileño, pero no estimo que justifique el tono sobrado y de estar de vuelta de todo que caracteriza a Reverte. En un artículo sobre La Marcha del Orgullo Zombi, critica con dureza y sus argumentos recurrentes a los participantes. Reverte parece pensar que sus compañeros no murieron con la cara en el barro (otra vez) para que un grupo de jóvenes se diviertan disfrazándose de muertos vivientes deambulando en grupo por la calle. Se me cae el alma a los pies de pensar en qué lleva a nuestro amigo a establecer este tipo de asociaciones. Afortunadamente escribo esto sentado y la distancia entre mi alma y mis pies no es significativa. Todo esto resulta aún más estrambótico si tenemos en cuenta que Arturo es un aficionado confeso a los wargames: concluimos que reunir a un grupo de hombres talluditos alrededor de un tablero para recrear batallas y dar salida al ardor guerrero llevando tropas a la destrucción no representa una falta de respeto para, sí, los compañeros que murieron con la cara en el barro durante guerras reales. Aclaro que a mí no me parece mal ni lo uno ni lo otro, aunque sí agotador y tremendamente aburrido.
Pero así es nuestro querido amigo. Uno se lo imagina escribiendo sus columnas despatarrado en el taburete de una tasca y escupiendo su desprecio por el hueco que le queda entre los dientes y el palillo que sostiene. A voces y con la axila muy sudada, como una suerte de Tomás Roncero pero en redicho. No es que este estilo me parezca censurable. Estamos hablando de un escritor español que ejerce su recia españolidad sin complejos. En un tono que conecta con cierto público, el que admira al opinante “con cojones”, el que “dice lo que piensa”, y lo hace a grandes voces y dando un puñetazo sobre la mesa. Independientemente de lo acertadas que sean esas cosas que diga y sobre qué las sostenga. A nadie parece incomodarle que la base de sus exabruptos sea su veteranía de guerra, siempre traída a colación sea cual sea la causa. Sucede, pongamos por caso, que una activista de un grupo ecologista inglés afirma sentirse violada por haberle ofrendado su frondosa flor a un policía infiltrado convencida de que se trataba de un compañero, y ahí irrumpe él. Donde cualquier redactor con cierta experiencia internacional hubiera remarcado el valor del sujeto por sobreponerse a la repulsión y yacer con una nativa inglesa, Reverte se ciega y saca la pistola porque alguien ha pisado la raya en la bolera. Ha presenciado atrocidades, sí. Incluso al lector menos avisado le queda claro, aunque sólo sea por reiteración. Si el haber sido testigo de ellas le otorga patente de corso para enredarse a voces con el prójimo faltándole al respeto, es algo que dejo al juicio de cada uno en gesto de democrático buen rollo.
Podría agobiaros con toda una serie de ejemplos extraídos de sus muchas columnas o entradas de su blog, pero sospecho que con esta aproximación es suficiente. Tampoco es necesario añadir mucho más: difusión de sobra han tenido algunas de sus declaraciones sobre parlamentarios y políticos, ministros salientes que lloran como nenas o las mujeres de ahora, que no son como las de antes. Sobre este último asunto opinaba junto a su gran amigo, Javier Marías, otro elemento a vigilar y que andaba hace poco enfurruñado porque no le dejan fumar en los bares. Tras declarar hace tiempo que al navegar media hora por internet ya tenía calado el invento y era una cosa infame a la que no se volvería a acercar, solo me queda esperar que haga de su casa un fortín fumando lo que le dé la gana, incomunicado y sin ADSL. Con su amigo Arturo. Hasta que pasen mil años o me muera, lo que antes acontezca.
Ilustración: Diego Cuevas
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