Cuatro partes de vodka, dos de Kahlúa, dos de nata. Agitar en coctelera. Servir. Así se prepara un ruso blanco, «el helado derretido que puedes comprar en el bar», como dice Jeff Dowd, el auténtico Lebowski. Hay un Lebowski de verdad detrás del gran Lebowski y detrás de The Dude, el Nota; un tipo de carne y hueso, sobre todo de carne: grande como un oso, melena enmarañada y cana, gafas de sol y bermudas, Dowd es aún hoy un muchachote de aspecto descuidado que se pasea por las calles de Santa Mónica arrastrando las chanclas gastadas y su fama de gurú del cine indie desde los ochenta o más, exactamente desde 1983, cuando descubrió a los hermanos Coen.
En los ochenta Ethan y Joel eran dos chavales sin otra cosa que un teaser de dos minutos rodado en cinco noches (solo tenían dinero para un día de alquiler de material y esperaron a una semana con puente para disponer de días extra) que exhibían con su propio proyector en los cuartitos de estar de los amigos con la esperanza de encontrar financiación para rodar el largo de la película. Conseguir un millón y medio de dólares les llevó un año entero. La película era Blood Simple.
Blood Simple no funcionó nada bien en taquilla, pero se llevó el Premio del Jurado del Festival de Sundance. Había sido allí, en el Sundance Institute, donde habían conocido a Jeff Dowd. Ya entonces Dowd tenía cierta reputación de productor visionario y sus estrategias de marketing eran cualquier cosa menos aburridas (en la promo de La bruja de Blair ofrecía café cargado y chocolate a los espectadores al llegar a la sala para que entraran ya atacados de los nervios a ver la película).
Cuando vio Blood Simple fue de los primeros en apostar por ellos, y después de pasar una temporada saliendo por la noche angelina bebiendo Coors y fumando canutos con los dos hermanos, tuvo la buena idea de montar una fiesta de presentación de Blood Simple en una bolera de Santa Mónica. Según los Coen fue esa noche, al ver a Dowd en la bolera, cuando se les ocurrió la primera imagen de lo que después sería El gran Lebowski. No tardaron en saber que a su amigo productor lo llamaban desde pequeño Dude (que viene a ser algo así como «tío» o «colega», pero no «nota») porque sonaba parecido a Dowd, y decidieron que Lebowski se llamaría así.
Tomaron de Dowd su forma de vestir, de sentarse, de hablar, de fumar. De mancharse la ropa y quemarse con el canuto. Una noche en una barbacoa que había montado en su casa, Dowd, ya bastante borracho, no paraba de preguntarles si no les parecía que la alfombra que pisaban «daba ambiente a la habitación», y se quedaron con la frase rondándoles la cabeza. El gran Lebowski no se estrenó hasta el 98, pero Dowd seguía ahí, en toda su esencia, enorme y desmañado, «dando ambiente».
Incluso Jeff Dowd y Jeff Bridges guardan un parecido razonable, y aunque Dowd nació quince días antes que Bridges parece bastante más baqueteado después de una vida agitada y sesentera aromatizada en maría californiana, como probablemente lo esté la de Bridges también. Dowd estuvo metido hasta la enorme cintura en el Seattle Liberation Front, un movimiento contracultural izquierdista liderado por el filósofo Michael Lerner, que años después sería asesor espiritual de los Clinton, esa pareja. Aquellos que recuerden la frase de Lebowski a Maude (Julianne Moore): «Yo fui miembro de los Siete de Seattle» sepan que existieron de verdad. Estos Siete de Seattle eran los miembros del Seattle Liberation Front, condenados a doce meses de prisión por manifestarse contra la guerra de Vietnam, arrojar cosas contra los juzgados y pitorrearse del señor juez durante el juicio al que los llevaron en noviembre de 1970.
Después de aquella racha, Dowd se metió de cabeza en la industria del cine y fue de los primeros en lanzar a Spike Lee, a Jim Jarmusch o a John Sayles. Tenía un amigo, Randy Fielding, propietario de una veintena de salas de cine en Seattle, donde empezaron a hacer ruido las primeras películas que ahora llamamos indies. Su fama de productor, distribuidor y agitador independiente pronto llegó a Hollywood, y en 1980 fue de los pocos escogidos a los que Robert Redford buscó para fundar el Sundance Institute y más adelante el Festival de Sundance.
Se estrenó Blood Simple y se estrenó El gran Lebowski; ninguna funcionó bien en taquilla. Pero cuando empezaron a distribuirse en DVD se convirtieron en películas de culto muy deprisa, larga vida al DVD y a aquellas oscuras tiendas de alquiler de DVD, y larga vida a las suecadas. Tan bien empezó a funcionar El gran Lebowski que en 2002 un grupo de amigos de Louisville, Kentucky, fanáticos de la película, decidieron montar el Lebowski Fest en una bolera. Desde entonces se celebra por decenas de ciudades a lo largo y ancho de Estados Unidos, y también en Londres. Ahora se montan cada dos por tres, acuden impersonators, se disfrazan de Lebowski o de Walter Sobchack mientras juegan a los bolos y se ponen ciegos de rusos blancos.
Es frecuente ver a Jeff Dowd subirse al escenario y saludar a su manera y bailar con la primera rubia que se le pone a tiro. Aquí es Dios. Aquí es el gran Lebowski. También lo es en el Festival de Toronto, donde dicen que a pesar de sus pintas maneja el cotarro como nadie, sabe cómo vender una película en lo que tarda en subir el ascensor y es un especialista en colarse en las fiestas, y en acabarlas.
Hace dos veranos John Turturro empezó a rodar Going Places, un spin-off de Jesús Quintana, el señorito de redecilla, el latino irreverente de la bolera que él interpretó. Quién sabe si veremos a cualquiera de los dos Lebowski sentados al fondo, mirando la partida, quemándose el jersey de punto y haciendo como quien nunca se entera de nada.