1.
Las posibilidades son múltiples: algunas elecciones son sencillas, otras sensatas, unas temerarias y algunas peligrosas. Póngase en mi situación. Estaba en una celebración con gente del trabajo —nada oficial, la empresa tardó tres meses en abonarnos la paga extra de Navidad por lo que un puñado de empleados nos encontramos, un miércoles cualquiera, con un sobresueldo que no esperábamos y claro— cuando me encontré hablando (durante un tiempo sospechosamente prolongado) con una chica del departamento financiero. La conversación iba de cómo las tarifas publicitarias en TV han bajado tanto que ahora los anuncios de carteras Aluma y demás objetos de Teletienda han invadido la franja diurna, cuando de repente ella me pidió que le recomendara una película. Salí un momento a la calle con la excusa de fumar, aunque en realidad lo que quería era pensarme bien la respuesta. En aquel momento, vi que una chica estaba sentada en la terraza del café irlandés de enfrente, leyendo una novela.
[Si desea ir a la terraza e intentar hablar de libros, pase al punto 5]
[Si desea volver al pub y continuar flirteando con la chica, pase al punto 3]
[Si desea poner fin a todo, lanzar una bomba de humo y volver a casa, pase al punto 2]
2.
Prendí la mecha y, segundos después, la mezcla casera de azúcar, levadura y nitrato de potasio comenzó a arder provocando unas volutas cada vez más densas alrededor de la puerta del sitio. El peligro de las bombas de humo caseras es que los principiantes se olvidan de hacerle a la lata un agujero decente para que el humo salga. Caminé a paso acelerado hasta doblar la esquina y, una vez allí, tomé un taxi a casa. El chófer pasó frente al pub y pude ver a la chica cubriéndose la boca con un pañuelo. Recomendar una película o un libro, es, más que complicado, una decisión enteramente aleatoria.
FIN
3.
“Cuánto has tardado. Entonces, ¿qué película me recomiendas?”, dijo la chica del departamento financiero. Le pregunté si había visto El Gran Lebowski, minusvalorada comedia de los hermanos Coen y única película que he podido ver más de diez veces sin hastiarme. Reparto coral de actores geniales como Jeff Bridges, John Goodman o Steve Buscemi que, sin embargo, son capaces de sacrificar sus egos para ponerse al servicio de la desquiciada trama, algo que valoro y en alguna parte de mi mente sitúo la cinta como una contrapartida cómica a Muerte entre las flores. “Por supuesto que la he visto”, contestó ella, “de hecho, en Halloween de hace dos años me disfracé de Maude Lebowski”, personaje interpretado por Julianne Moore cuyo atuendo consistía, básicamente, en una peluca pelirroja y una gabardina sin nada debajo.
[Si desea intentar ir un poco más allá con la chica, pase al punto 6]
[Si desea volver a la calle e intentarlo con la chica de la terraza, pase al punto 5]
[Si desea poner fin a todo, lanzar una bomba de humo y volver a casa, pase al punto 2]
4.
Estábamos caminando por una calle vacía hacia ningún sitio en particular. Sospeché que aquella novela había insensibilizado la capacidad de la chica de tomar decisiones coherentes. Que vio mi llegada como un acto que tenía que suceder para que su propia historia siguiera adelante y se había aferrado a su destino, pero… ¿no era este desenlace algo trivial, incluso si ambos habíamos acordado lo contrario? ¿Habría hecho lo mismo si cualquier otro hombre se hubiese acercado a darle fuego? La miré con el rabillo del ojo. Estaba examinando un cubo de basura, buscaba pistas. “En la novela, Oedipa no está segura de si está desenterrando un conflicto de siglos de antigüedad entre dos sistemas de reparto de correo, por un lado el oficial, de los Thurn und Taxis y por otro el clandestino, Trystero”, dijo la chica. Pensaba en qué me estaba intentando decir exactamente. Entonces levantó la mano y detuvo un taxi. “¿Qué pensaste de mi cuando me viste?”, preguntó la chica. “Que no serías fácil”, dije yo. Antes de que cerrara la puerta le dije “espera, vuelve”. Ella cerró la puerta, bajó la ventanilla y dijo “lo haré”.
FIN
5.
La chica estaba leyendo tranquilamente un libro delgado, en edición de bolsillo. Aguardé un par de minutos merodeando, haciéndome pasar por uno de los fumadores del bar de enfrente, y en el momento en que la chica sacó un cigarro, me aproximé y le di fuego. Deslicé un “oye, qué estás leyendo” pretendiendo que sonara sincero. Era La subasta del lote 49 de Thomas Pynchon. Pregunté si me lo recomendaba. “No te conozco”, contestó la chica sin mirar. “A ver, si establecemos que, a partir de ahora, lo trivial pasa a ser lo riguroso, ¿me recomendarías el libro?”, dije yo, intentando que pillara mi rollo. Lo hizo. “Puedes abrir este libro por cualquier página y leerla, da igual, la que sea. Es una maravilla”. La subasta cuenta la historia de Oedipa Maas, que un día, tras volver de una fiesta de Tupperware en la que la anfitriona puso quizá demasiado kirsch en la fondue, recibe una carta anunciando que un tal Pierce Inverarity, su ex, la ha nombrado ejecutora de su herencia. El resto, dice la chica, es una búsqueda a través de una serie de personajes y situaciones en las que uno nunca está seguro si son reales o solo proceden de la mente conspiranoide de Oedipa. “Es como esta situación, ahora mismo, tú has venido a hablar conmigo igual que podrías haber entrado a cualquier otro bar de este barrio y haber encontrado a una chica con la que flirtear. Puede haber sido una elección contingente si ambos lo pensamos así, o algo inevitable… ¿tú qué crees?”.
[Si cree que todo esto es una señal y quiere dar un paso adelante, pase al punto 4]
[Si desea volver al pub y continuar flirteando con la chica, pase al punto 3]
[Si desea poner fin a todo, lanzar una bomba de humo y volver a casa, pase al punto 2]
6.
De El Gran Lebowski uno puede extraer muchas líneas de diálogo sobre su banda sonora, sobre la brillantez de John Turturro, Ben Gazzara o Philip Seymour Hoffman en sus roles secundarios, etcétera. La chica del departamento financiero se estaba emborrachando poco a poco, lo notaba cuando la hacía reír. Además, noté que el resto de gente del trabajo se estaban marchando sin despedirse, como diciendo “déjalos, que están a lo suyo”. La situación se estaba volviendo cada vez más prometedora cuando, de repente, alguien gritó señalando a una mecha encendida en el suelo. Alguien había lanzado una maldita bomba de humo casera junto a nuestra mesa. Los ventiladores del techo, más que dispersar, enfocaban la columna hacia nosotros. La chica del departamento financiero tosía y tosía. La arrastré hacia la puerta. Alguien le acercó un pañuelo para que se cubriera la boca. Muy alterada, dijo que salía a tomar el aire. Cuando salí a buscarla, ya no estaba.
FIN
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