Llewyn Davis se sienta a un lado de una mesa de oficina; enfrente, su productor discográfico; (más adelante, será el tipo del sindicato de la marina mercante el que ocupe ese lugar); el diálogo roza el absurdo. La sensación es casi de déjà vu; esas escenas en torno a una mesa de trabajo que dan lugar a conversaciones surrealistas, como en Un tipo serio, entre el protagonista y los distintos rabinos; como en El Gran Lebowski, entre el Nota y el jefe de policía de Malibú; como en Crueldad intolerable, entre el personaje que interpreta George Clooney y el director de la empresa; como en… ¿todo el cine Coen?
El fan lo es de algo reconocible; y el cine de los Coen es del que hace fans: a veces de un film que ha devenido en película de culto (como el caso de El gran Lebowski, que incluso tiene su propia congregación anual de aficionados: las Lebowski Fest en Louisville, Kentucky), a veces de varias, a veces de todo su cine. Y hace fans por dos razones: que es muy suyo y que lo hacen muy bien. Estilo propio y maestría. Así que cuando uno va a ver A propósito de Llewyn Davis, con esa mezcla de amor y buena predisposición, pero también temor, que todo fan tiene al ir al encuentro de su ídolo —temor por que no esté a la altura del pedestal en el que lo ha colocado: nadie decepciona más que aquel a quien se ama—, y empieza a reconocer elementos que le dicen que, inequívocamente, esa peli la han hecho los hermanos Coen, solo le queda acomodarse y disfrutar como un bellaco. El film rezuma «estilo Coen», el objeto de deseo del fan, a través de elementos narrativos, personajes, escenas-tipo, etc. Pero no es solo un film para fans, porque también es maestría: Ethan y Joel Coen afrontan ya cualquier película con sobrado dominio del lenguaje cinematográfico, de manera que el resultado siempre tiene calidad. A propósito de Llewyn Davis es rica en referencias de todo tipo (Dylan, el judaísmo, la industria musical de los sesenta, el tándem artístico, etc.), pero ante todo remite al universo particular de estos cineastas. En todas sus obras, la sensación de un ambiente único; en la mayoría, drama y humor en equilibrio, coexistiendo siempre, pero sin descompensarse.
El fan busca reencuentro, y, además, mantener la llama; la rutina, seamos claros, aburre. Dame algo nuevo, pero que me sepa a ti; no me hagas diez Fargos, pero que en todas tus películas encuentre algo de aquella. Así dicho, podría parecer fácil. De eso nada; hay quien nunca es brillante; hay quien logra serlo una vez y luego se queda atorado en un intento de repetición que acaba cargándose hasta aquel primer hito; hay quien lo es un par de veces, se acomoda, se aburguesa, y empieza a aburrir por su falta de riesgo y originalidad; están los irregulares (una película buena, una regulera, un bodrio, otra pasable…) y los que nunca encontrarán un estilo propio, dedicándose a fabricar películas para otros como quien monta lavadoras en una cadena de montaje. Y luego están los que, paso a paso, van probando, construyen una obra detrás de otra, desarrollan en ellas sus obsesiones o preferencias, ensayando géneros distintos, haciéndolos todos suyos, y así cimentan una obra sólida que siempre evoluciona, pero con personalidad propia. Y todo esto es lo que ha convertido a los Coen en un clásico del cine.
Cuando uno va al encuentro de un clásico, busca cosas. Si tú, fan, vas a un concierto de AC/DC y no tocan «Whole lotta Rosie» o «You shook me all night long» —lo siento, la sobreexposición a «Highway to hell» ha sido tal que, personalmente, agradecería que no la tocaran nunca más— te va a faltar algo. El concierto habrá sido bueno, las canciones nuevas no han desentonado, el ambiente ha sido emocionante… ¡pero quieres eso que los ha hecho clásicos! Pues bien, algo parecido a que suenen esas canciones es lo que el fan coenita siente cuando, hacia la mitad del film, John Goodman, inmenso y terrible, dormita en la parte de atrás del coche donde viaja el protagonista. Dan ganas de hacer la ola. Porque no es solo el entrañable Walter Sobchak el que le viene a la cabeza, no; este es ese Goodman con un algo demoníaco que daba la réplica a Turturro en Barton Fink.
Y Barton Fink hablaba ya de los sinsabores del creador que busca triunfar; en aquella era un guionista que prueba suerte en Los Ángeles, en esta es un cantante de música folk en el Village neoyorquino de los sesenta. Han pasado veintitrés años entre una y otra, veintitrés años que han supuesto un proceso de depuración: si se despoja a Barton Fink de barroquismo y se sustituye por un equilibrio sin estridencias, queda algo muy parecido a A propósito de Llewyn Davis. Pero A propósito de… no es solo Barton Fink; es también Un tipo serio. Ambas se centran en un hombre poco carismático, sin ápice de heroísmo, al que le van sucediendo contratiempos, cuando no desgracias, que hacen de su vida un desastre. (Los Coen son especialistas en hacer protagonistas a personajes que nunca soñaron con serlo). La diferencia, fundamental: si al bienintencionado profesor judío de Un tipo serio la vida le maltrataba a pesar de que se esforzaba continuamente por hacer lo que se esperaba de él, a Llewyn no le pasa nada que en realidad él mismo no se haya buscado.
Esa serie de avatares, de peripecias, la conecta con otra película que resuena desde la primera escena: O Brother, where art thou? ¿Qué tienen en común? Sobre todo, dos cosas: la música y la odisea. Porque ambas muestran la pasión de los Coen por la música de raíces americana; en una por el bluegrass y el country, en la otra por el folk sesentero. La música es protagonista de esta historia, como lo fue de aquella, y las actuaciones de Llewyn van haciendo avanzar la película, un relato pausado en el tempo, que no en la trama. Trama que se centra en la odisea del personaje, en tanto viaje, pero también en su segunda acepción: «Sucesión de peripecias, por lo general desagradables, que le ocurren a alguien». La más evidente de la filmografía Coen es la de Ulysses Everett en O Brother, pero ¿acaso no son odiseas la del Nota en El gran Lebowski, la de Larry Gopnik en Un tipo serio, la de Jerry Lundegaard en Fargo?
La película empieza y acaba casi del mismo modo: Llewyn cantando «Hang Me, Oh Hang Me», la misma canción en el mismo lugar. Por si queda alguna duda, casi al final Llewyn descubre el nombre de ese gato atigrado, uno y trino, cuyas apariciones y desapariciones van marcando su propio viaje circular: Ulysses. No podía ser de otra manera.
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